Las estructuras del honor
Un sistema de honor es un conjunto de principios o reglas que gobiernan a una comunidad basada en los ideales de lo que constituye una conducta honorable. Aquel que viola esta conducta puede ser sometido a diversas sanciones
incluyendo la expulsión de la institución. Estos sistemas están integrados por pares aún cuando existan diferencias jerárquicas entre los mismos. La persona carente de honor se ve obligatoriamente excluida por sus pares (E. Gerding, 2000).
El arraigo de estas estructuras es tan fuerte que incluso los cambios sociales y culturales como son los flujos migratorios no impiden su mantenimiento. Diversos estudios sobre los cambios de comportamiento que han tenido al migrar poblaciones del Sur de los Estados Unidos hacia Norte, han comprobado el mantenimiento de las primitivas estructuras del honor. Más allá de un mayor grado de escolarización, de una mentalidad más abierta, sistemas legales más avanzados y efectivos. O incluso de los programas (sobre todo en los estados del Norte) que inciden directamente en intentar reeducar los sistemas de creencias que llevan al inevitable el uso de la violencia, los comportamientos siguen siendo muy parecidos a los que se mantenían en el Sur de los Estados Unidos en el siglo XIX.
Son las ciudades interiores del Norte, donde es más complicado llevar a cabo estas políticas activas y leyes más estrictas para con los comportamientos delictivos, donde los grupos de emigrantes sureños, acuciados por altas tasas de paro y planes educativos ineficaces, implantan sus estructuras de honor al estilo del sur. Son lugares como estos en donde la ley en muchos casos no llega, es cuestionada o simplemente ignorada, donde los códigos de honor resurgen para asignar los derechos de preferencia y dictar los principios de conducta. Hoy en día, los sistemas de valores son vistos cada vez más como la excusa para insultar y una usar la violencia (lavar el honor) por la población blanca rural con escasos recursos económicos y por las personas de color pobres que viven en los núcleos urbanos. El honor es alimentado cada día en sitios donde la gente no confía en los tribunales, donde el sueño americano no llega, y donde la pobreza y la frustración reinan. Allí valores ancestrales siguen vigentes. Puede que la cultura del honor algún día se desvanezca, aunque ha demostrado lo peligrosa y arraigada que ha estado en los últimos trescientos años en la sociedad norteamericana (Edward L. Ayers, 1984).
Las mujeres: Pureza, lealtad y sacrifico
En contraste con los hombres, para las mujeres, su papel en el mantenimiento del honor consiste en mantener un papel pasivo o de evitación de actos vergonzosos. Aunque los códigos del honor incluyan prescripciones sobre cómo deben vestirse y comportarse, las mujeres son fundamentalmente evitadoras de situaciones vergonzosas. En muchas culturas, las mujeres son valoradas en relación a su pureza, modestia y lealtad (Ortner, 1978). La vergüenza es evitada por no hacer cosas que ensucian su reputación. En muchos casos el interés de la familia o del propio esposo por proteger su honor fuerzan el comportamiento de las mujeres hasta conseguir el más apropiado (aceptado). Así encontramos una correlación positiva entre la cantidad de pureza femenina que una cultura impone con la cantidad de violencia que sufren las mujeres en dicha cultura. Una revisión en más de cincuenta países se encontró dicha correlación entre la violencia de las mujeres por parte de sus parejas y el nivel de preocupación de la sociedad por la pureza de sus mujeres (Vandello y Cohen, pendiente de publicación). Este índice incluía las creencias y actitudes conservadoras que se tiene en relación a la sexualidad femenina, como la edad media de la novia (que debía reflejar una preferencia por una apariencia virginal). Y otras opuestas como el uso del anticonceptivo femenino, que implica la existencia de una planificación familiar que busca el placer frente a la maternidad. Además el índice incluyo ítems para reflejar el doble rasero sobre las actitudes morales (el numero relativo de mujeres que fuman o beben alcohol). Internacionalmente, la mayor correlación que se encontró fue entre la pureza femenina y la violencia domestica, esta relación también se hayo en un segundo estudio (Vandello y Cohen, pendiente de publicación) para evaluar la variabilidad cultural dentro de los Estados Unidos. Existiendo una correlación entre el número de homicidios de mujeres a manos de sus compañeros en los Estados que puntuaban más alto en los test sobre pureza femenina (medido a través de la tasa de nacimientos fuera del matrimonio, porcentaje de mujeres que viven con su pareja de hecho y tasas de fumadores y fumadoras). Junto con el énfasis puesto en la pureza y modestia femenina en diversas culturas, también se espera a menudo que las mujeres tengan un mayor espíritu de sacrificio para con sus familias. Muchas culturas ven a las mujeres como cuidadoras de los demás, con un gran deseo de cooperación, sumisas y sacrificadas (Willians & Mejor, 1982). Especialmente en las culturas latinas se enfatiza sobre los valores de la lealtad y el sacrificio en las mujeres, lo cual otorga a la mujer una superioridad moral y refinamiento (Lara‐Cantú, 1989; McLoyd, Cauce, Takeuchi & Wilson, 2000; Steven, 1973; Sugihara & Warner, 2002). Indirectamente estos valores refuerzan la legitimidad masculina del castigo como forma de presión ante la mujer, creando relaciones abusivas en nombre de la lealtad y el sacrificio a favor del bien de la familia. En la investigación de Vandello & Cohen (2003), se exploraron las reacciones que se producen frente a estas situaciones en un contexto de relaciones de pareja. Se estudiaba la reacción de grupo de estudiantes universitario ante una situación (representada en vivo) en la que una mujer que acababa de sufrir una agresión por parte de su novio. El grupo de estudiantes de zonas donde existe una cultura del honor como el Sur de los Estados Unidos y Latinoamérica aprobaban más a la mujer cuando expresaba contrición y lealtad hacia su novio. En contraste los estudiantes que no pertenecían a una comunidad influida por la cultura del honor como es el Norte de los Estados Unidos, apoyaban más a la mujer cuando ella expresaba resistencia ante el comportamiento de su novio.
La Influencia Evangélica en la mujer Sureña del siglo XIX
Según el historiador inglés Edward L. Ayers, fueron las mujeres las mantenedoras de una sociedad basada en el honor. Cualquier hombre (siempre que fuera blanco) podía ganarse el respeto del sus compatriotas a través de actos honorables como batirse en duelo. Pero eran las mujeres las que decidían qué personas eran honorables y podían ser admitidas en la cerrada sociedad sureña del siglo XIX. Es lo que C. J. Peristani denomina el honor de permanencia, el cual establece una fractura dicotómica que divide a los miembros de la sociedad en dos categorías fundamentales, la de los dotados de honor y la de los privados de él. La cuestión no se plantea en términos de incremento o disminución de honor, sino de integración o marginalidad e, inclusive, de exclusión, si deslindamos ambos conceptos como distingue Jean‐Claude Schmitt, marginalidad, que implica un estatus más o menos formal en el seno de la sociedad y expresa una situación que, en teoría al menos puede ser transitoria…(y) la noción de exclusión, que señala una ruptura, a veces ritualizada, con relación al cuerpo social . Esta dimensión del honor, que se otorga merced a la ausencia de cualquier nota de ignominia, garantiza el respeto a los derechos habitualmente reconocidos a un individuo común en el interior de su comunidad. No obstante, recordemos que la apreciación del honor de un individuo no concierne a éste, sino a la colectividad, que es la que determina el nivel de honor de precedencia y la posesión (o no) del honor de permanencia. Las mujeres que al casarse cambiaban su apellido por el de la familia de su marido, rechazaban unirse en matrimonio con hombres que no pudieran defender su honor. Ninguna mujer quería perder su estatus social ganado a base de un comportamiento inmaculado y respetable, para pasar a compartir un apellido asociado a la deshonra. Al final no importaba como aquel honor había sido ganado, solamente importaba que se mantuviera limpio a toda costa. Como constata Pitt‐Rivers, el honor es el valor de una persona a sus propios ojos, pero también a ojos de su sociedad. A finales del siglo XIX el movimiento Evangélico6 llego al Sur de los Estados Unidos. Muchas mujeres abrazaron la nueva doctrina. En la claustrofóbica sociedad patriarcal en la que vivían la entrada de nuevos valores dio a las mujeres un sistema de creencia que minó la concepción secular de meras productoras de hijos, amas de casa, o virtuosas esposas. La visión misericordiosa del mundo choco con las estructuras basadas en el honor de los hombres sureños. Dejando así a los hombres como únicos paladines de la cultura del honor. La fe acentuó la capacidad de la mujer para disciplinarse, rechazar un mundo superfluo basado en las modas y la búsqueda del prestigio. La iglesia Evangélica dio un nuevo papel a las mujeres, les ofreció autonomía, y a su vez las mujeres le dieron a la Iglesia más poder del que había imaginado.
El Honor y la Religión
Todas las religiones son defensoras de las costumbres tradicionales y de una sociedad basada en los valores muy semejantes a los que propugna la cultura del honor. También en todas las religiones el papel de la mujer está supeditado al del varón a través del ancestral patriarcado, llegando a favorecer el surgimiento de costumbres que potenciaron el papel sumiso jugado por éstas en la historia, el harem, la ablación clitoridiana. Lo cual nos lleva a comprender porque hoy en día en las comunidades rurales de Latinoamérica una comadrona cobra más por atender el nacimiento de un niño que el de una niña, o podemos entender la lógica que lleva a la lapidación de una mujer adúltera en el África. En esta línea, entonces, podríamos decir que las religiones ancestrales son la justificación ideológico‐cultural de este estado de cosas. Las religiones en tanto cosmovisiones (filosofía, ciencia, código de ética, manual para la vida práctica) han potenciado la creación de roles diferenciados entre hombres y mujeres. Dando un papel primordial al hombre sobre la mujer. Así, hace dos milenios y medio atrás, Confucio, el gran pensador chino, dijo: La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo. También el fundador del budismo, Sidhartha Gautama, expresó una idea semejante: La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará.
También en las religiones occidentales podemos encontrar citas sobre la defensa del patriarcado y en contra de la mujer. En las Sagradas Escrituras de la tradición católica, en el Eclesiastés 22:3 puede encontrarse: El nacimiento de una hija es una pérdida, o en el mismo libro, 7:26‐28: El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse. Mientras yo, tranquilo, buscaba sin encontrar, encontré a un hombre justo entre mil, más no encontré una sola mujer justa entre todas. El Génesis muestra el camino que debe seguir la mujer: parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre ti. O el Timoteo 2:11‐14: La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en silencio. Siempre en la línea de intentar concebir la historia como un continuo desarrollarse, y al proceso civilizatorio como una búsqueda perpetua de mayor racionalidad en las relaciones interhumanas, podría entenderse que cosmovisiones religiosas antiguas como la que aún mantienen los ortodoxos judíos repitan en oraciones que se remontan a lejanísimas antigüedades: Bendito seas Dios, Rey del Universo, porque Tú no me has hecho mujer, o El hombre puede vender a su hija, pero la mujer no; el hombre puede desposar a su hija, pero la mujer no. La dominación masculina queda consagrada a través de la religión y la discriminación sexual que ampara. En ese sentido, en esa lógica de discriminación cultural, puede afirmarse que los musulmanes ya en su libro sagrado tienen establecido el patriarcado, lo cual podría ratificarse el capítulo dedicado a las mujeres en el Corán8, que textualmente dice: Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Alá ha elevado a éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que Alá ha ordenado que se conserve intacto. Reprenderéis a aquellas cuya desobediencia temáis; las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero, tan pronto como ellas os obedezcan, no les busquéis camorra. Dios es elevado y grande. Y los católicos el machismo, en palabras de uno de sus más conspicuos padres teológicos como San Agustín (hace más de 1.500 años): Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle. Vosotras destruisteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el hombre. Incluso, por causa de vuestra deserción, habría de morir el Hijo de Dios». O que hace ocho siglos Santo Tomás de Aquino, quizá el más notorio de todos los teólogos católicos, expresara: Yo no veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos.
Este machismo patriarcal podría entenderse como el producto de la oscuridad de los tiempos, de la falta de desarrollo, del atraso que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera aún en muchas sociedades contemporáneas que tienen todavía que madurar. Sin embargo hoy en día, entrado ya el siglo XXI, la Iglesia Católica sigue preparando a las parejas que habrán de contraer matrimonio con manuales donde puede leerse: La profesión de la mujer seguirá siendo sus labores, su casa, y debería estar presente en los mil y un detalles de la vida de cada día. Le queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse para ser esposa. El sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser conquistada; para ella amar es darse por completo y entregarse a alguien que la ha elegido. Hasta tal punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien que siente la tentación de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con toda facilidad a los requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere ser la única en amar al hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá que cuidarse y aparecer bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará desear por su marido.
Capítulo II: La Cultura del Honor
Los patrones culturales de las sociedades Mediterráneas y de América del Sur han sido denominadas culturas del Honor, por la gran importancia que dan a las estructuras sociales tradicionales y el peso que tiene la opinión pública como estamento social. En estas culturas los hombres son los encargados de cuidar de la familia, y proteger a las mujeres de conductas deshonrosas, normalmente asociadas con conductas sexuales. La defensa de las mujeres de la familia llega a anularlas o incluso a humillarlas tratándolas como una propiedad más de la familia. El uso de la violencia es normal, en forma de amenaza o de agresión si no se culpen las normas que preservan la reputación de la familia (Pitt‐Rivers Peristiany, 1993). En el fenómeno de la cultura del honor, que se dio primero en las regiones de la Europa Mediterránea y después en Sudamérica, se pueden considerar tres puntos de inflexión a través del tiempo:
∙ Los primero rasgos de una protocultura del honor los encontramos en los antiguos pueblos que basaban su economía en la cría de ganado y el pastoreo. La inseguridad de estas familias trashumantes que recorrían la zona de los Balcanes, Grecia o zonas aisladas del Sur de Europa, las predispuso al uso de la violencia por la vulnerabilidad que sufrían (como el robo de sus animales). Tenían una actitud vigilante ante cualquier posible amenaza y aprendieron rápidamente que la mejor manera de ahuyentar a los delincuentes era responder con un grado de violencia extrema, lo cual protegía a su ganado y le hacía mantener una reputación que persuadía a otros posibles ladrones.
∙ En el caso de España, tuvo una gran importancia la estructuración del Ejército en el Medievo. La institución militar genero una clase noble (surgida de la reconquista) que promovía valores como el honor y la reputación. Dicho honor fue el causante de muchos problemas materiales y económicos entre la aristocrática española, al no relacionarse con las actividades comerciales e industriales, a las que consideraban poco dignas para la gente honorable(Nisbett,1993;Caro Baroja, 1993)
∙ Un tercer punto importante es la histórica debilidad de las instituciones en la Europa Mediterránea y América. Las demarcaciones fronterizas entre muchos países americanos y europeos eran ambiguas y cambiantes, siendo complicado para los ciudadanos identificarse con una realidad nacional propia, lo que dificultaba a su vez la implantación un sistema legal eficiente. La tendencia de muchos pueblos alejados de las grandes urbes a guiarse bajo sus propias leyes y autoprotegerse (Cohen, 1998; Pitt‐Rivers & Peristiany, 1993).
Estos tres puntos, la cultura trashumante, los ideales militares de la aristocracia española medieval y la debilidad de los Estados, dieron origen a la cultura del honor. Valores como el orgullo, la preocupación por la opinión pública (el qué dirán) y la violencia como respuesta a las provocaciones (en especial si dañan el buen nombre de la familia o del grupo) y con el fin de proteger y cuidar a los suyos. La cultura del honor es una consecuencia de las presiones socioeconómicas, pero también de los valores culturales y creencias cristalizadas en un estilo de vida que ha perdurado más allá de las situaciones originarias y a pesar de la evolución social. A pesar de las fuertes críticas dirigidas hacia el honor y el síndrome de la vergüenza (Llobera, 1987; Pina‐Cabral, 1989; Gilmore, 1990), los estudios recientes apoyan la idea de que los valores relacionados con el honor persisten en España y en otros países del Sur de Europa. Los españoles también proporcionan más atributos prototípicos de la cultura del honor (emociones basadas en el orgullo) y buscan el reconocimiento publico y los otros valores relacionados con este tipo de emociones. Esta cultura emocional que se da en España, marca la diferencia entre los países con alta y baja aceptación de la cultura del honor, como por ejemplo Holanda (Fischer, & de Manstead; Rodríguez, 1999).
Los datos recogidos por Nisbett et al. (Ross & Nisbett, 1991) confirman que la cultura del honor también persiste en el actual Sur de los Estados Unidos. Debido probablemente a un pasado de esclavitud, pobreza y a la importación de una estructura social al estilo de la vieja y aristócrata Europa, que origino el surgimiento de una cultura del honor en el siglo XIX. La enculturación a través de las estructuras sociales como la familia y las instituciones afines, perpetuaron los valores tradicionales como el honor, orgullo y la violencia. En la actualidad aunque las condiciones socioeconómicas han cambiado y existe una estabilidad social basada en un sistema legal. Sin embargo esta cultura ancestral perdura, y se pueden encontrar los mismos valores que hace doscientos años, dentro de las estructuras sociales como la familia, la religión o las instituciones sociales. Diversas pruebas ponen en evidencia la existencia de esta cultura en la contemporánea sociedad sureña de los Estados Unidos. Por una parte el comportamiento colectivo muestra la tasa más alta de homicidios iniciados a causa de discusiones, del país. En relación con las actitudes y normas, se ha comprobado estadísticamente y de manera experimental que comparativamente con el resto de los Estados, los habitantes del Sur de los Estados Unidos, tienen más facilidad para respaldar con violencia e insultos, los comportamientos de protección y defensa de su familia. Tienen las normas institucionales y las leyes son más clementes con las conductas de autodefensa, una regulación más laxa con el control de armas. Además, unos Medios de Comunicación, con canales de televisión que ofrecen una mayor carga violenta en sus programas, y la prensa escrita que trata sobre temas relacionados con la violencia (armas, homicidios, etc.) tiene el mayor número de suscriptores en el Sur de los Estados Unidos. Esto sin duda fortalece la idea de que los Estados del Sur son más propensos al uso de la violencia (Cohen, 1998; Nisbett, 1993). Los mecanismos que se están utilizando para acabar con la violencia asociada al síndrome de honor son, por un lado, el endurecimiento de las leyes para controlar las peleas y controlar el acceso de la población a las armas de fuego. Por otro, un plan estratégico que favorezca el desarrollo industrial y económico. Y por ultimo una política social que incida en valores que no estén relacionados con la cultura del honor (Cohen, 1998).
El Sistema de Valores y el Capital Social
De todos estos elementos el que está siendo más determinante es el de cambio de valores. Basado en el cambio de valores que produjo la reforma protestante y que introdujo en los pueblos del Norte de Europa, idearios como el trabajo duro o la búsqueda del éxito. La interpretación calvinista de la religión incitaba a ahorrar e invertir para conseguir el favor divino y desechaba la idea clásica de que todos estamos predestinados en esta vida y que por tanto no es podemos hacer nada para lograr la salvación. Así países como Holanda o Inglaterra desarrollaron una potente industria y acumularon riqueza mientras países católicos como España o Italia permanecieron industrialmente obsoletos y empobrecidos (Ross & Nisbett, 1991; McCauley, Ottati & Lee, 1999). Las investigaciones muestran que existe una correlación entre tener creencias semejantes a las promovidas por la ética protestante sobre el trabajo y poseer un locus de control interno, un mayor autodominio personal y una mayor capacidad dirigida al logro (Furnham, 1984). Otra investigación, de tipo antropológica, mostro como los catequistas mayas, según fueran adoctrinados en el catolicismo o en moderno protestantismo, se convertían en fieles defensores de una economía individualizada y orientada al comercio o bien en una economía basada en la subsistencia. Sin embargo es importante destacar que la entrada de ambas creencias favorecía en los pueblos guatemaltecos el desarrollo y comercio y hacían desaparecer costumbres arraigadas como la migración estacional. (Wilson, 1995).
En general los valores y las creencias internas que se tiene sobre el papel que juega el trabajo y el logro del éxito pueden ser indicadores importantes sobre el comportamiento tanto individual como colectivo. Más importante que las creencias personales y los valores internos son los estilos interpersonales de interacción, que nos indican cómo nos relacionamos con las normas y como nos afecta la opinión pública. Putnan lo define como capital social, o características de la organización social (normas, coordinación de las redes sociales, etc.). Encontró que las regiones de Italia que tienen un mayor número de asociaciones de voluntarios, altos niveles de confianza interpersonal, son aquellas en la que los ciudadanos están más interesados en la información (por ejemplo existen mayores tiradas de prensa escrita), están más interesados en los temas políticos y oficiales y creen que los otros ciudadanos obedecerán la ley (Sullivan & Transue, 1999).
El capital social es un indicador fiable del desarrollo económico de una comunidad. Como explica McCauley, las diferencias en el comportamiento social están más relacionadas con las diferencias en las relaciones sociales que con la diferencias en valores personales o los rasgos culturales de las creencias individuales.
Honor, Reputación y Dignidad
Tener una buena reputación es esencial en las culturas del honor, ya que ser honor es un bien social que otorgan los demás, o como dice Bourdieu (1965), en las culturas del honor la esencia del ser de una persona y su verdad, son idénticos a la esencia del ser y la verdad que los demás reconocen en él. Esta dependencia entre el valor que uno tiene y el que le confieren los demás hace del honor un sentimiento frágil y tenue. Lo contrario sería el amor propio, basado en el criterio de uno mismo y que es independiente de la opinión de los demás (Leary & Baumeister, 2000). El historiador E. Ayers (1984) distingue entre dignidad y honor, basándose en la fragilidad. La dignidad es la convicción que cada individuo en el nacimiento poseyó, es un valor intrínseco que al menos en teoría es igual para todas las personas, la dignidad podría compararse con el esqueleto, una estructura interna perdurable de por vida. El honor sin embargo, se asemeja más a una armadura incomoda y vulnerable que una vez perforada no tiene ninguna utilidad. Los códigos de la cultura del honor, tienen una serie de principios que el hombre debe seguir para labrarse activamente una reputación. Las actitudes que debe representar no solo incumben al hombre sino también de su entorno cercano, en especial las mujeres de la familia (Leung y Cohen). El honor de un hombre esta entre las piernas de una mujer, esta expresión tradicional árabe indica el grado en que están implicadas las mujeres en la reputación de un hombre (Beyer, 1999). Así para conservar su honor, el hombre no solo debe controlar su propio comportamiento, sino también el de los suyos, en especial de las mujeres. Lo que conlleva que los hombres sean los encargados de la protección de las mujeres, lo que suele significar el uso de la violencia, ya sea amenazando o agrediendo a otros hombres intrusos. Esa violencia también es usada para desalentar las posibles infidelidades, abandonos u otras acciones que produzcan vergüenza a los ojos del hombre.
Investigaciones recientes en culturas basadas en el honor en Latinoamérica ilustran esta ideas (Vandello y Cohen, 2003; Vandello, Cohen, Grandon, y Franiuk, pendiente de publicación). Los experimentos pretendían demostrar si la infidelidad de una mujer o la sospecha de infidelidad disminuían la reputación de su pareja y que la reputación de un hombre puede ser parcialmente redimida con el uso de la violencia contra la mujer. En uno de los estudios (Vandello y Cohen, 2003), un grupo de estudiantes que de un país con una larga tradición en la cultura del honor como es Brasil (Caulfield, Cámaras, y Putnam, 2005; Johnson y Lipsett‐Rivera, 1998) fue comparado con otro grupo de estudiantes que provenían del Norte de los Estados Unidos (con una escasa cultura del honor). El experimento consistía en que a través de unas viñetas escritas en las que se veía un hombre al cual su mujer le era fiel y otro al cual su mujer le era infiel. Los estudiantes debían valorar la honradez del hombre, y el carácter de este usando escalas como: fiable o no fiable. Creíble o no creíble, o buena o mala persona. También se valoraron otras variables como su fortaleza (carácter) o su virilidad (masculinidad). Para los estudiantes Norteamericanos la infidelidad femenina no afecto a la valoración que tenían del hombre en el sentido de honradez o buen carácter. Sin embargo para los estudiantes brasileños, el hombre cuya esposa le era infiel, era valorado mucho peor en estas dimensiones (honradez o buen carácter) que el hombre cuya esposa era fiel. Para ambos grupos, el hombre cuya mujer le engaño fue visto como menos fuerte y viril. Sin embargo, esta diferencia era dos veces mayor en los estudiantes brasileños que en los norteamericanos.
En un segundo experimento se les mostró a los estudiantes nuevas viñetas con personajes distintos. En este caso la mujer había engañado a su pareja y este respondía de manera violenta. Para un subgrupo, el marido le gritaba y pegaba y para el segundo subgrupo solo gritaba ante la infidelidad. El uso de la violencia cambio la opinión de masculinidad que los estudiantes norteamericanos y brasileños que tenían del hombre, pero en sentidos opuestos. En el grupo de Brasil le hizo recuperar algo de su masculinidad, mientras que para los norteamericanos solo consiguió empeorar la idea que tenían de la masculinidad del hombre. Y aunque el uso de la violencia física no influyo mucho en estos estudiantes, en otro experimento de características similares (Vandello et al., pendiente de publicación) con estudiantes chilenos (cultura del honor) y canadienses sí que se encontraron tasas significativas cuando el personaje de la viñeta agredía a su pareja, pero solamente era valorado de manera más positiva por los estudiantes chilenos, que no por los canadienses, cuando la razón por la que agredía a su esposa estaba relacionada con algún rasgo de la cultura del honor, es decir, cuando la causa era la sospecha de infidelidad, por excesiva coquetería con otro hombre, pero no era significativo si lo que hacía era gastar demasiado dinero con la tarjeta de crédito. El mayor grado de aprobación por parte de los estudiantes chilenos sobre la violencia se mostro cuando los conflictos amenazaban la reputación publica del hombre y el honor.
Las Creencias sobre las relaciones románticas y los Celos
Los celos10 son un fenómeno universal, no exclusivos del ser humano, muchos animales son capaces de mostrar conductas incuestionablemente celosas. En un grado mínimo (celar en castellano significa cuidar con esmero) pueden estimular comportamientos positivos, pero cuando se desarrollan en exceso, son destructivos. Factores socioculturales influyen en la actualización del potencial celoso de cada individuo. Este potencial viene moldeado, muchas veces, por factores educativos que abonan, en su grado extremo, los sentimientos de posesión y pertinencia (Enrique González Monclús, 2005). Las expectativas que hombres y mujeres tienen sobre las relaciones románticas también están basadas en las creencias culturales y el contextos social en el que se desarrollan, y en el que, por ejemplo, la violencia puede estar más o menos aceptada, al igual que los celos puede legitimar el uso de la violencia, en especial en algunos países Occidentales, los cuales poseen unos ideales románticos muy acentuados, en el que los celos pueden desempeñar un papel central en los conflicto de pareja y motivo fundamental de la violencia dentro de la pareja (Buss, 2000; Daly & Wilson, 1988; Dutton, 1998; Harris, 2003). En estas culturas, los celos tienen un significado ambivalente, es decir, también toman un valor positivo, como signo de afecto, preocupación y expresión de amor. Los celos son sinónimo de honor, un hombre puede cuidar tan celosamente a su mujer, como cuida su honor, y a veces, uno es inseparable del otro. Las conductas celosas se ponen en marcha muy a menudo tras la ruptura de la pareja. El sujeto que se siente abandonado tiende a pensar que esta situación viene determinada por la aparición de un tercer personaje y reivindica, a veces peligrosamente, sus derechos a quien supuestamente ha motivado la ruptura y diversos estudios sociológicos lo confirman (Daly y Wilson, 1982).
Otros estudios de esta índole coinciden en señalar que la infidelidad sexual del compañero causa en la mujer menor alteración que su infidelidad emocional, mientras que, por el contrario, el varón se siente mucho más afectado por cualquier aproximación sexual de su pareja a otra persona. En otros estudios sociológicos (Hawkins, 1990: Bringle, 1995) se han analizado los celos en las parejas homosexuales señalando su similitud con las parejas heterosexuales, pero coincidiendo en que en varones homosexuales, aún cuando no son infrecuentes las reacciones violentas, las relaciones transitorias fuera de la pareja son normalmente mejor toleradas que en los heterosexuales. En el estudio comparativo antes mencionado entre estudiantes brasileños y norteamericanos de Vandello y Cohen, se incluía la cuestión de cuanto ama el marido celoso a su esposa. Los estudiantes Norteamericanos opinaron que el hombre celoso que golpeaba a su mujer, era desleal y quería mucho menos a su esposa que el hombre que no golpeaba a su mujer. En el grupo de estudiantes brasileños por su parte no se detecto tal diferencia, clasificando al marido violento solo levemente (sin relevancia estadística) menos cariñoso hacia su esposa que el que no abusaba físicamente de ella.
A medida que este sentimiento celoso crece se establecen cambios cualitativos: el sujeto pasivo deja de agradecer, se incomoda, se angustia y, finalmente, teme la agresión, verbal o física, del sujeto celoso que, puede llegar a comportamientos totalmente patológicos. En el desarrollo de este proceso hay que tener en cuenta no sólo la personalidad del celoso sino también la de su pareja, como señala Vauhkonen (1968). El sufrimiento que esta situación produce, tanto al celoso como al celado, puede alcanzar tal intensidad que desestructure por completo la relación de la pareja en la que cada uno de sus miembros vive simultáneamente sentimientos contradictorios: ama y odia; quiere confiar, pero desconfía; pretende olvidar, pero no puede pensar en otra cosa.
Delgado, Prieto y Bond (1997) encontraron que los celos están considerados como justificación mas legitima para usar la violencia en España (cultura del honor), que en Gran Bretaña (Rodríguez, Mosquera & Fischer, 2002). Dentro del entorno de la violencia domestica los sujetos evaluados en España dieron más responsabilidad a las víctimas de maltrato en el caso de que fuera motivado por celos que los sujetos evaluados en el Reino Unido que encontraron más responsables del maltrato a los agresores. Estas diferencias culturales, que ciertamente existen, también muestran la existencia de la ambivalencia que representan los celos incluso en las culturas no basadas en la cultura del honor, en la que este sentimiento subyace lejos de la superficie. Así los estudiantes universitarios de los Estados Unidos se declaran opuestos a la violencia que desatan los celos. Sin embargo, tienen la creencia de que los celos están asociados al amor y solamente cuando aparecen los celos, sus preceptos morales les impide actuar con algún tipo de conducta violenta. Sobre este tema Puente y Cohen realizaron una investigación con un grupo de estudiantes del Sur de los Estados Unidos, los cuales escucharon una grabación en la que un hombre describía la discusión que había tenido con su esposa. Para la mitad de los participantes, la discusión incluía el tema de los celos como argumento. Para la otra mitad, la discusión tenía que ver con un conflicto sobre el gasto de la tarjeta de crédito. Además del tipo de incidente, se experimento con la respuesta que el hombre realizaba. Una parte oyó al hombre enfadarse aunque de una manera calmada. La otra mitad oyó responder al hombre con violencia, en una parte del estudio el marido golpeaba a su mujer y en el otro la violaba.Ante cualquier respuesta violenta, los participantes clasificaban al hombre como menos cariñoso con su mujer que si no usaba la violencia, siempre y cuando no fuera en una situación de celos.
En la siguiente situación experimental, (golpeo‐violación) no hubo una distinción alguna sobre el cariño que tenia por su mujer si la causa que intermediaba eran los celos. Además en el estudio del grupo de la violación se incluyo la cuestiónsobre si ellos votarían para condenar al marido por una agresión sexual. Cuando la agresión ocurría en un panorama de gasto excesivo (no celos), el 54% dijo que votaría a favor de condenarle por la agresión. Sin embargo solamente el 28% lo haría en caso de que el causante de la discusión fueran los celos. Los celos están íntimamente relacionados con el amor, al menos de una manera inconsciente, a través de ellos, la persona celada se siente valorada, distinguida de las demás y acepta un nivel de pertenencia que, en grado de reciprocidad exige al que ama. Y es necesario un sistema de valores (conscientes) que rechacen la creencia de que los celos son reprobables cuando la causa es la posible infidelidad de la pareja. Esto plantea la duda de si algunas de las diferencias culturales sobre la aprobación de la violencia por celos son en realidad una ilusión o un artefacto surgido de los mecanismos de evaluación de los sentimientos complejos.
Aunque no se puede responder con rotundidad, se han encontrado certezas en los estudios realizados a través de los que se puede presentar la hipótesis de que realmente existe una diferencia significativa y real entre las culturas que valoran positivamente o negativamente los celos. (Vandello & Cohen, 2003; Cohen, Vandello, Puente, & Rantilla, 1999).
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