Trabajar comporta una determinada forma de interactuar económicamente con cosas, herramientas e informaciones
y muy especialmente con personas, grupos y organizaciones. En las sociedades contemporáneas, constituye la principal
fuente de provisión de los medios objetivamente necesarios para la supervivencia material y también de los recursos
subjetivos requeridos para el desarrollo moral, político, cultural y psicológico. Por ello, la actividad laboral ocupa
una parte importante del escenario y del tiempo cotidiano de las personas y familias, ciudades y naciones, funcionando
como piedra angular del orden y la integración sociales y también como factor determinante de la salud, la calidad
de vida y el bienestar subjetivo (Blanch, 2003; 2007; Warr, 2007).
A lo largo de la historia y de las culturas, el trabajo ha sido visto y vivido, sentido y contado unas veces como bendición
y otras como maldición, como medio de realización y de alienación, como ocasión de cooperación y de conflicto,
como fuente de salud y de enfermedad, como factor de bienestar y de malestar. En la actualidad, entre los tópicos
que generan mayor consenso interdisciplinario al respecto figuran el del empleo como panacea social, el del desempleo
como caja de pandora de la que emanan muchos malestares individuales y colectivos y el del subempleo como
nuevo agujero negro psicológico y social. De ahí la relevancia de las condiciones de trabajo para la psicología como
disciplina y como profesión (Drobni , Beham & Präg, 2010).
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