Nuestro vocabulario se ha enriquecido con muchos términos procedentes de la psicología, hasta hace poco eran siempre despectivos como “eres una histérica” o “estás neurasténico”. En el convulso siglo XXI estos conceptos han tomado un cariz mucho más personal y definitorio. Es complicado que un paciente no diga en la primera sesión que sufre ansiedad. Pero ¿qué es la ansiedad?

Fisiológicamente, se manifiesta como un estado continuado de activación. Emocionalmente, se vive como un sentimiento de nerviosismo perpetuo. Afecta principalmente tres áreas: el sueño, el peso corporal y la tensión muscular, sobre todo en la espalda. Cuando persiste, pueden aparecer las crisis de ansiedad, un estado de animo muy desagradable, vinculado a la pérdida de control. Los síntomas más comunes incluyen agitación, taquicardias, sudoración y miedo a morir.

Es complicado hacer entender a los pacientes que al igual que no existen emociones negativas (sino las desagradables), la ansiedad no es intrínsecamente maligna, señala una situación conflictiva de la que debemos salir, y como por alguna razón estamos bloqueados, su intensidad crece para obligarnos a dar el paso.

Prestando más atención a los síntomas que padecemos, no se alejan mucho de los que experimentamos ya en la infancia: miedo, tensión e inseguridad, son lo que sentimos ante la sensación de abandono por parte de nuestros cuidadores. Hay un componente que casi nadie nombra pero que va muy asociado con la ansiedad: la ira. Nos volvemos hostiles, llegando a tener explosiones de rabia, muchas veces oímos frases como: “de un tiempo a esta parte pareces siempre enfadado”. En general, los síntomas coinciden con los que se viven en un proceso de duelo por la perdida de un ser querido.

Y de igual manera que el niño intenta salir de ese estado de disconfort con conductas compulsivas, los adultos con ansiedad generan rituales para no afrontarlos, las adicciones son una forma de huida, y las fobias un desplazamiento de la causa que genera la ansiedad. Sin embargo, a diferencia del caso de los menores, que no tienen más remedios que somatizar la angustia con actos físicos: juegos o movimientos repetitivos, los adultos podemos afrontar la situación a través del pensamiento.

Si pudiéramos hablar con ese niño que se siente abandonado, más allá de explicarle que no va a morir y que las conductas obsesivas solo sirven para paliar momentáneamente el sufrimiento, le invitaríamos a construir una nueva realidad más acorde, a través de experiencias que le acomoden a su situación vital. La perdida siempre va a estar, pero depende de nosotros como gestionarla. Aferrarse a una situación pasada, quizás idealizada, solo genera frustración. La ansiedad, nos muestra un futuro incierto como revulsivo, es el motor que nos empuja al cambio.

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